El señor Lanari
Y fue así:
Como todos los días, antes de salir de su casa, se despidió
de su perro Firulí con un abrazo y un beso en el cachete.
Pero esta vez -¡oh!- una hebra de su gorro de lana quedó
atrapada entre las mandíbulas de Firulí. Ninguno de los dos se dio cuenta.
El señor Lanari cruzó el jardín y llegó a la vereda.
Como Firulí rara vez se molestaba en abrir la boca, la hebra de
lana tampoco zafó de entre sus dientes.
¡Y fue ahí justamente cuando el señor Lanari empezó a
destejerse!
Por suerte era domingo. A medida que se alejaba de su casa, el destejido avanzaba.
Camina que te camina. Desteje que te desteje. Detrás de él iba
quedando un tallarín de lanas de colores cambiantes.
El señor Lanari se sentía cada vez más disminuido: cuando paró
en la esquina de la confitería para comprar merengues ya se había destejido
todo por arriba.
Encima del bolsillo del chaleco ¡no había nada!
Así siguió.
Punto por punto, paso a paso, el destejido
avanzó hasta la cintura. Y más. Y más
abajo.
Por suerte era domingo, porque todos los domingos iba a visitar
a su abuela.
Cuando llegó a la puerta de la casa de su abuela, en el lugar
donde debía estar el señor Lanari sólo quedaban las medias que también habían
empezado a destejerse.
Cuando la abuela lo vio, dijo: “¡Pero qué barbaridad!”.
Entonces agarró un par de agujas, ensartó los
puntos sueltos de las medias y desde allí empezó a tejerlo de nuevo.
Todo.
Completo.
Tejió al señor Lanari de pies a cabeza. Cuando llegó al gorro,
naturalmente apareció Firulí con la punta de la hebra todavía en la boca. Sólo
la abrió cuando los tres se sentaron a comer merengues.
Autora: Ema Wolf.
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