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miércoles, 27 de junio de 2012


LA CONSTANCIA Y EL ESFUERZO:
LAS RANAS
Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata.
Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas. Al principio, las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente. Pero era inútil, sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar.
Una de ellas dijo en voz alta: «No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar. Ya que voy a morir, no veo por qué prolongar este sufrimiento. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril».                                                                                             
                                    

Dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.
La otra rana, más persistente o quizá más tozuda se dijo: «¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mi último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora».
Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro, durante horas y horas.
Y de pronto, de tanto patalear y batir las ancas, agitar y patalear, la nata se convirtió en mantequilla.
Sorprendida, la rana dio un salto y, patinando, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo regresar a casa croando alegremente.
                                                                        JORGE BUCAY
LANA SUBE,
LANA BAJA.
¿QUÉ SERÁ, SERÁ?

 


EL CENTAURO INDECISO
EMA WOLF


       Había una vez un centauro que, como todos los centauros, era mitad hombre y mitad caballo.
       Una tarde, mientras paseaba por el prado, sintió hambre.
       «¿Qué comeré? -pensó-. ¿Una hamburguesa o un fardo de alfalfa? ¿Un fardo de alfalfa o una hamburguesa?»
       Y, como no pudo decidirse, se quedó sin comer.
       Llegó la noche, y el centauro quiso dormir.
      «¿Dónde dormiré? -pensó-. ¿En el establo o en un hotel? ¿En un hotel o en el establo?»
      Y, como no pudo decidirse, se quedó sin dormir.
      Sin comer y sin dormir, el centauro enfermó.
 «¿A quién llamaré? -pensó-. ¿A un médico o a un veterinario? ¿A un veterinario o a un médico?»
 Enfermo y sin poder decidir a quién llamar, el centauro murió.
       La gente del pueblo se acercó al cadáver y sintió pena.
      -Hay que enterrarlo -dijeron-. Pero, ¿dónde? ¿En el cementerio del pueblo o en el campo? ¿En el campo o en el cementerio?
       Y, como no pudieron decidirse, llamaron a la autora del libro que, como no podía decidir por ellos, resucitó al centauro.
       Y, colorín, colorado, este cuento nunca se ha sabido que haya terminado.
                                                                                                     



 

El señor Lanari

     A las 9 de la mañana del domingo el señor Lanari empezó a destejerse.
     Y fue así:
     Como todos los días, antes de salir de su casa, se despidió de su perro Firulí con un abrazo y un beso en el cachete.
    Pero esta vez -¡oh!- una hebra de su gorro de lana quedó atrapada entre las mandíbulas de Firulí. Ninguno de los dos se dio cuenta.
     El señor Lanari cruzó el jardín y llegó a la vereda.
    Como Firulí rara vez se molestaba en abrir la boca, la hebra de lana tampoco zafó de entre sus dientes.
    ¡Y fue ahí justamente cuando el señor Lanari empezó a destejerse!
  Por suerte era domingo. A medida que se alejaba de su casa, el destejido avanzaba.
Camina que te camina. Desteje que te desteje. Detrás de él iba quedando un tallarín de lanas de colores cambiantes.
    El señor Lanari se sentía cada vez más disminuido: cuando paró en la esquina de la confitería para comprar merengues ya se había destejido todo por arriba.
    Encima del bolsillo del chaleco ¡no había nada!
    Así siguió.
    Punto por punto, paso a paso, el destejido avanzó hasta la cintura. Y más. Y más abajo.
    Por suerte era domingo, porque todos los domingos iba a visitar a su abuela.
    Cuando llegó a la puerta de la casa de su abuela, en el lugar donde debía estar el señor Lanari sólo quedaban las medias que también habían empezado a destejerse.
    Cuando la abuela lo vio, dijo: “¡Pero qué barbaridad!”.
Entonces agarró un par de agujas, ensartó los puntos sueltos de las medias y desde allí empezó a tejerlo de nuevo.
    Todo.
    Completo.
  Tejió al señor Lanari de pies a cabeza. Cuando llegó al gorro, naturalmente apareció Firulí con la punta de la hebra todavía en la boca. Sólo la abrió cuando los tres se sentaron a comer merengues.
Autora: Ema Wolf.






domingo, 24 de junio de 2012

RECOMENDADOS


Ema Wolf
El absurdo es a la literatura infantil lo que la risa es al alma y el humor es un don poderoso capaz de arrasar con la tristeza, o de trasladar al pequeño lector o al lector adulto a un espacio desprovisto de preocupaciones y abundante en olvidos y penas.
Un niño nunca cuestionará el uso del absurdo en un libro. Y si el texto está escrito con talento e inteligencia, es probable que el adulto tampoco lo haga. El humor esfuma aquello absurdo en la verosimilitud de lo ridículo.
En LOS IMPOSIBLES, Ema Wolf instala al lector en un lugar de posibilidad improbable, si pensamos con los pies sobre la tierra, y maravillosamente posible, si hablamos de buena literatura. El libro se compone de varios textos que parecieran ser el fruto de la genialidad de la autora y de su capacidad de asociación libre.
Será fácil ser atrapados por la historia del señor Lanari, un hombre como cualquier otro que comenzó a destejerse entradas las 9 de la mañana de un día común. Podemos deleitarnos también con una familia invisible reconocida socialmente por el perfume de sus integrantes.
“La sombra del conejo Ricur” es un verdadero caso: se adelanta, se atrasa, sigue de largo o se cae al agua para secarse, tras ser rescatada, sobre un arbusto. Y Drácula le envía una carta a su tía, contándole que sus amigos lo gastan porque se llenó de pecas luego de arriesgarse y salir a la luz del día.
“La nona insulina” cuenta la historia de una anciana que comienza a envejecer de atrás hacia adelante, o comienza a rejuvenecerse con el paso de los años. En “La oveja 99″ nos enfrentamos a un verdadero problema: una de las ovejas, la anterior a la número cien, se rehúsa a saltar el alambre que separa la vigilia de la niña del cuento del sueño más profundo. Y resulta que tienen que recurrir al uso de una grúa gigante para trasladar a la oveja poco ágil y fanática de la pasta frola.
“La cuenta de los cangrejos” se convierte en un texto-ecuación desbordante en ingenio. Y “El centauro indeciso” se encuentra en una duda permanente que se debate entre su mitad hombre y su mitad caballo. ¿Alfalfa o choripán? ¿Choripán o alfalfa? ¿Cama o establo? Tal su duda, que se queda dormido…
Las historias siguen con la certeza de lo creíble y promueven la magia de deleitarse con todo lo que, posiblemente, se vuelva realidad al sumergirse en el encanto de la literatura infantil, en el humor característico de Ema Wolf y en la capacidad latente de reír por sobre todas las cosas…
Ema Wolf es una escritora argentina nacida en Carapachay, Provincia de Buenos Aires, el 4 de mayo de 1948. Licenciada en Lenguas y Literaturas Modernas por la Universidad Nacional de Buenos Aires. Su obra se caracteriza por el humor y por un estilo paródico. Escritora mayormente de libros infantiles, aunque también publicó libros para adultos. En 1975 comenzó a trabajar para distintos medios periodísticos y revistas infantiles. Parte de su obra fue traducida al catalán, portugués, alemán e italiano.

sábado, 23 de junio de 2012

Horacio Quiroga
(1879-1937)

LA ABEJA HARAGANA

(Cuentos de la selva, 1918)

            Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
         Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
         Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.
         Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
         —Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
         La abejita contestó:
         —Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
         —No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
         Y diciendo así la dejaron pasar.
         Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
         —Hay que trabajar, hermana.
         Y ella respondió en seguida:
         —¡Uno de estos días lo voy a hacer!
         —No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.
         Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
          —¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
         —No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le respondieron—, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
         Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
         Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
         La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
         —¡No se entra! —le dijeron fríamente.
         —¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.
         —Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas.
         —¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.
         —No hay mañana para las que no trabajan— respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
         Y diciendo esto la empujaron afuera.
         La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
         Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
         —¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena.
          Pero de nuevo le cerraron el paso.



- ¡Perdón! -gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!




         —Ya es tarde —le respondieron.
         —¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
         —Es más tarde aún.
         —¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
         —Imposible.
         —¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
         —No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
         Y la echaron.
         Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
         Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
         En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
         Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
         —¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
         Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: —¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
         —Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa.
         —Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
         La abeja, temblando, exclamo entonces: —¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
         —¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero —. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
         —No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la abeja.
         —¿Y por qué, entonces?
         —Porque son más inteligentes.
         Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
         —¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.
         Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
         —Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
         —¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.
         —Así es —afirmó la abeja.
         —Pues bien —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
         —¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.
         —Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
         —Aceptado —contestó la abeja.
         La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
         Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
         Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
         —Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
         Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
         La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
         —Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
         —Entonces, te como —exclamó la culebra.
         —¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace.
         —¿Qué es eso?
         —Desaparecer.
         —¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
         —Sin salir de aquí.
         —¿Y sin esconderte en la tierra?
         —Sin esconderme en la tierra.
         —Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida — dijo la culebra.   




         El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
         La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
         —Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
         Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
         La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba?
         No había modo de hallarla.
         —¡Bueno! —exclamó por fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
         Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del medio de la cueva.
         —¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?
         —Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?
         —Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
         ¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
         La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
         La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
         Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
         Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
         Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
         Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
         Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
         —No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.

miércoles, 20 de junio de 2012


ADIVINANZAS


Uno de los juegos más ingeniosos y divertidos para disfrutar en familia y con los amigos son las adivinanzas. Aparte de lo divertido y entretenido que es, las adivinanzas ayudan al niño a aprender a asociar ideas y palabras, a aumentar su vocabulario, etc.

Las adivinanzas son dichos populares, juegos infantiles de ingenio que tienen como meta entretener y divertir a los niños contribuyendo al mismo tiempo a su aprendizaje, y a la enseñanza de un nuevo vocabulario.
 También llamadas acertijos, las adivinanzas son un pasatiempo ideal para las horas de juego con los niños.

  • ¿Qué se corta sin tijeras 
  • y aunque a veces sube y sube 
  • nunca usa la escalera?


Vengo de padres cantores 
aunque yo no soy cantor,
traigo los hábitos blancos 
y amarillo el corazón.

ES AMIGA DEL LÁPIZ
LO QUE ÉSTA HACE
ELLA LO DESHACE.